Durante siglos estudiosos, filósofos, científicos y literatos han intentado inútilmente ubicar en la geografía el mítico continente de la Atlántida, interpretando a Platón y todas las leyendas mediterráneas que la han convertido en su propio fulcro, y hace siglos que todos los intentos por situarla acaban frustrados por la falta de pruebas concretas, así como de indicios, testimonios o ideas. La Atlántida era una tierra prometida situada más allá de las columnas de Hércules. Sí, ¿pero dónde estaban esas míticas columnas hace 2.000 años? Hoy en día todos las colocan en Gibraltar, pero los análisis de los textos precedentes a la nueva geografía de Eratóstenes (el primero en situarlas entre España y Marruecos) demuestran que había una gran confusión en la ubicación los límites del mundo cuando la geografía todavía no la hacían los griegos, sino los fenicios y los cartagineses, herederos de antiguos pueblos de navegantes de los cuales se había perdido el rastro después del advenimiento de una catástrofe (¿la Atlántida no se hundió de manera clamorosa?).
La geología del fondo del Mediterráneo, en este aspecto, habla tan claramente que incluso un periodista y arqueólogo como Sergio Frau ha podido observar que hay tan sólo una zona que pudiera servir como confín del mundo conocido antes de que el comercio se alejara más en dirección a Occidente, la única que poseyera los insidiosos fondos y, sobretodo cenagosos y llenos de zonas someras, que los antiguos denominaban Columnas de Hércules: el canal de Sicilia. El estrecho de Gibraltar tiene fondos con una profundidad superior a los 300 metros y allí abajo no ha habido nunca fango, ¿cómo podían equivocarse todas esas personas que habían descrito claramente el canal marítimo entre Sicilia y Túnez?
Y si las columnas de Hércules verdaderamente estaban más allá de Sicilia cuando Platón escribiera, ¿por qué razón la Atlántida tendría que haber estado en las Canarias o, todavía menos, en Santorini? Sino que más allá de esas Columnas, una vez reubicadas, hay una isla que posee un clima extraordinario (capaz de dar más de una cosecha al año), muy rica en metales y que ha sido habitada por mucho tiempo por un pueblo que construía torres (los nuraghes del Tirreno) y que probablemente esté fuertemente emparentado con los Etruscos y con los Fenicios y Cartagineses. Una isla que pudo constituir una fortaleza natural mucho más próxima que la lejana España donde, quien sabe porqué razón, los navegantes procedentes del Líbano y Libia preferían llegar. Una isla a mantener secreta, hasta el punto de hacerla desaparecer de las rutas, una especie de reserva natural a ocultar en la noche del mito, un sueño de tierra prometida que pudiera haber sido llamada Atlántida. Esa isla se llama Cerdeña y numerosos hallazgos arqueológicos demuestran como fue abandonada de manera repentina alrededor de 1178-1175. Los nuraghes de la costa sarda meridional y occidental, los que están a una menor altitud, están todos destruidos, derrumbados, con las grandes piedras caídas sobre el suelo, mientras que los contemporáneos de la Cerdeña septentrional se mantienen en pie en la actualidad: ¿Es posible que se produzcan terremotos o maremotos en una isla desde siempre considerada tranquila desde un punto de vista tectónico?
La geología podría llegar a dar una respuesta decisiva a través de sondeos oportunamente practicados en el valle del Campidano, cerca de los nuraghes recubiertos por sedimentos fangosos que tienen todo el aspecto de ser residuo de una inundación o, incluso, de un maremoto. Si todo se confirmara muchas teorías tendrían que cambiar: la historia y la arqueología de todo el Mediterráneo podrían verse completamente transformadas en una nueva visión del mundo antiguo cuyo origen estaría más cerca de cuanto podamos pensar.
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